Winston S. Churchill cuenta en sus memorias el día que, en plena batalla de Gran Bretaña en 1941, visitó lo que era el cuartel general de la aviación británica, un sala de operaciones a 15 metros bajo tierra:

La Sala de Operaciones del Grupo era como un teatro pequeño, de unos dieciocho metros de ancho, y tenía dos pisos. Nos sentamos en la galería principal de los palcos. Debajo teníamos la mesa con los mapas a gran escala, en torno a la que había reunidos unos veinte jóvenes muy bien entrenados, tanto hombres como mujeres, con sus auxiliares al teléfono.

Delante de nosotros, cubriendo toda la pared donde debería haber estado el telón, había una pizarra gigante, dividida en seis columnas con bombillas eléctricas para los seis puestos de cazas; a cada escuadrón le correspondía una parte de la columna, que a su vez estaba dividida por líneas horizontales, de modo que la última fila de bombillas indicaba, cuando se encendían, los escuadrones que estaban en estado de “alerta” dispuestos para despegar en dos minutos; la hilera siguiente, los que estaban “listos” para intervenir en cinco minutos; después, los que estaban “disponibles” en veinte minutos; después, los que habían despegado; la fila siguiente correspondía a los que habían informado que habían avistado al enemigo; la siguiente (con bombillas rojas), los que estaban en combate y la superior los que regresaban a la base.

Del lado izquierdo, dentro de una especie de palco de cristal, estaban los cuatro o cinco oficiales encargados de medir y evaluar la información que recibían de nuestro cuerpo de vigilancia, que por entonces superaba los cincuenta mil hombres, mujeres y jóvenes. Aunque el radar estaba todavía en pañales, advertía cuando se aproximaba un ataque a nuestras costas; entonces los vigilantes, con prismáticos y teléfonos portátiles, eran nuestra principal fuente de información sobre los atacantes (…). Por consiguiente, cuando había un combate se recibían miles de mensajes.

En varias salas del cuartel general subterráneo, llenas de personas expertas, se tamizaban éstos con gran rapidez y los resultados se transmitían en cuestión de minutos directamente a las personas que estaban alrededor de la mesa, que se encargaban de situarlos en los mapas, y al oficial que supervisaba desde el palco de cristal.

Es curioso ver lo rudimentario y al mismo tiempo sofisticado de este sistema; y pensar en las personas que debieron participar en su construcción y en los que participarían hoy si se hiciese algo similar.